En la biblioteca vive el Mono de la Tinta. Se esconde entre mis libros y acecha mis tinteros. Cuando cree que no lo veo, olisquea mis lapiceras. Se trepa a una pila de libros y, por sobre mi hombro, trata de adivinar qué escribo. Escucho su respiración acompasada, anhelante, mientras lee. Lo sospecho en puntas de pie, haciendo equilibrio, pero, cuando me doy vuelta, siempre desaparece.

Dos cosas le gustan sobremanera: La tinta y las historias.

El otro día, al caer el sol, me acerqué silenciosamente. Me escondí en las sombras, detrás de las cortinas. La noche avanzaba lenta como el río espeso de mis sueños.

Entonces, cuando ya casi se me cerraban los párpados, lo vi: se acercó canturreando una cancioncita pegadiza y destapó todos los tinteros en un bailecito alegre. Después, sentado sobre sus patas sacó una historia del tintero con sus dedos largos.

“Había una vez…”. Y la tinta, sangre del cuento, se deshizo en gotas negras sobre el piso, desmigajándose en mil historias de dragones, de caballeros, de batallas, y en la historia de un mono que bebe tinta, una tinta negra y brillante, como los ojos negros del Mono de la Tinta

Gabi Casalins, septiembre de 2013

domingo, 28 de diciembre de 2014

Una leyenda verdadera de Clarice Lispector

      Este año, por compensación por el retraso queremos regalarles dos cuentos navideños, uno es el que ya hemos publicado La Galleta de nuestra Gabi Casalins, el otro es Una leyenda verdadera de Clarice Lispector.

     Como hasta ahora nunca habíamos traído a Clarice a nuestra revista, y, sabiendo como sabemos, que más de uno sabe de quién se trata, pues no en vano estamos hablando de una de las más grandes escritoras brasileras, nos gustaría comentar algunas cositas sobre ella.
Clarice Lispector nació en Ucrania el 10 de diciembre de 1920 en Chechelnyk (Ucrania), mientras sus padres huían, apenas dos meses después la familia llegó a Brasil, país que siempre consideró el suyo.

     Escribió para adultos y para niños. Sus obras destinadas especialmente para chicos (aunque también los adultos pueden leer y disfrutar con ellas) son, entre otras, la vida íntima de Laura, ¿Cómo nacieron las estrellas?, Casi Verdad, además de cuentos y recopilación de leyendas brasileñas.
Cuando le preguntaron a Clarice cómo empezó a escribir para niños, contó esta anécdota:

"Cuando estaba escribiendo La manzana en la oscuridad en Washington, mi hijo Paulo me pidió, en inglés –yo hablaba portugués con él, pero él hablaba inglés conmigo–, que escribiese una historia para él, y le respondí: “Después”. Pero él dijo: “No, ahora”. Entonces saqué el papel de la máquina y escribí El misterio del conejo que pensaba, que es una historia real, una cosa que él conocía. Por esa vez, fue todo. Lo escribí en inglés para que la criada se lo pudiese leer, ya que entonces él todavía no sabía... (...) ¡Ah! Por esa vez, fue todo. Pasado un tiempo, un escritor de San Pablo, ya no me acuerdo de su nombre, que editaba libros infantiles, me preguntó si yo quería escribirlos o si tenía alguno. Dije que no. De repente me acordé de que todavía tenía la historia del conejo y que sólo había que traducirla al portugués, cosa que hice yo misma." (Cfrdo. en http://página12.com.ar)

     El cuento que le proponemos aparece en ¿Cómo nacieron las estrellas? y se llama Una leyenda verdadera. En Argentina, está publicado por V&R Editoras, traducido por Alicia Salvi e ilustrado por Raquel Cané. Esperemos que disfruten de él, como nosotros.

Una leyenda verdadera

     En el pesebre todo estaba tranquilo y agradable. Caía la tarde  y todavía no se veía la estrella-guía. Por el momento, la alegría serena de un nacimiento -que siempre renueva al mundo y lo hace empezar por primera vez-, esa alegría suave, pertenecía solo a una pequeña y humilde familia.
Algunos sentían que algo estaba ocurriendo en la tierra, pero nadie lo vio ni lo supo a ciencia cierta.

     A la tarde, ya oscureciendo, en la paja de color dorado, manso como un cordero, brillaba el niño, tierno como un hijo nuestro. Bien cerca, un buey y un burro lo miraban. Y calentaban el aire con la respiración de sus cuerpos. Era el momento después del nacimiento, y él reposaba todo húmedo, todo húmedo y tibio respiraba. María descansaba su cuerpo agotado: su tarea en el mundo y ante el pueblo de Dios era cumplir con su destino, y ahora descansaba y miraba al dulce niño.

     José, con su larga barba, sentado allí, meditaba, apoyado en su bastón: su destino, que era entender, se había realizado.

     El destino del niño era nacer.

     En medio de la noche callada se oía aquella música del aire que cada uno de nosotros hemos escuchado y de la que está hecho el silencio. Era extremadamente dulce y sin melodía, pero hecha de sonidos que podían formar una.

     Flotante, ininterrumpida. Sonaba como quince mil estrellas. La pequeña familia captaba la más primaria vibración del aire -como si hablara el silencio.

     El silencio de Dios hablaba. Era agudo, suave, constante, todo atravesado por sonidos horizontales y oblicuos. Miles de resonancias con la misma altura y la misma intensidad, con la misma ausencia de prisa. Noche feliz, noche sagrada.

     Y el destino de los animales allí se hacía y se rehacía: amar sin saber que amaban. La dulzura de las bestias comprendía la inocencia de los niños. Y, antes de que llegaran los reyes, le regalaban al recién nacido lo que poseían: esa mirada grande que tienen y esa tibieza de su vientre.

     Este niño, que renace en cada criatura que nace, querría que fuéramos fraternos en nuestra condición humana y delante de Dios.

     Ese niño se convertiría en un hombre y hablaría.

     Hoy en muchos hogares del mundo nace un niño.

     Y como si con eso no fuera suficiente, derrama en el aire como champaña el burbujeante Año Nuevo.


La Galleta (cuento navideño de Gabi Casalins)


A mi querida María Victoria
La señorita Vicky se despertó esa mañana y ya tenía en la piel olorcito a jengibre. “Se aproxima la navidad”, se dijo a sí misma y se puso el guardapolvo blanco para ir a la escuela.
En la parada del micro notó que una señora la miraba con ojos de huevo frito.
Después, el colectivero le dijo seriamente:
-Yo que usted me voy ya mismo para el hospital.
Sin entender una sola palabra, se sentó el asiento de adelante y puso el portafolio y las bolsas con los cuadernos de sus alumnos corregidos sobre su regazo. Entonces, se  vio las manos. ¡Flor de susto se llevó! La piel tenía una rugosidad extraña y un color amarillento. Desprendía el mismo perfume que había olido en su casa, antes de salir para la escuela.
Y, sí, la señorita Vicky se estaba convirtiendo en una galleta de jengibre. Ni más ni menos.
Y como era una maestra responsable, lo que hizo fue bajarse las mangas del guardapolvo para ocultar aquel inconveniente.
El problema lo tuvo con sus alumnos de cuarto año, que estuvieron todo el tiempo persiguiéndola en los recreos:
-¡Mmmmm! ¡Tenés perfume a galletita! – le dijo Martina mientras le frotaba la naricita respingona por la manga.
-¡Sí!- dijo a su vez Maxi, mientras le chupaba el dedo índice.
La señorita Vicky, que nunca había sido descortés con sus nenes o con cualquier persona que tuviera a su alrededor, escondió la mano en el bolsillo.
La directora, que siempre paseaba por el recreo como una reina sin corona, le pasó a la señorita Vicky por al lado, pero esta vez, la miró de arriba a  abajo y dijo:
-¿Victoria, me parece a  mí o estás engordando?
Pero la señorita Vicky no estaba engordando, se estaba “aplastando” como una galleta. Sí, como una galleta con forma de hombrecito de jengibre. Mejor dicho con forma de mujercita de jengibre.
Por esa razón comenzó a caminar por el patio con las piernas algo abiertas. Sus nenes la siguieron imitándola y ella, al verlos, para disimular les dijo:
-¡Vamos todos al aula caminando como el monstruo de Frankenstein!
Y los chicos la siguieron haciendo temblar las manos y endureciendo las rodillas, muertos de risa. Lo mejor de todo es que nadie sospechó nada, porque la señorita Vicky era conocida en la escuela por jugar mucho con sus alumnos.
En el aula, mientras hacían la tarea de matemática, la señorita Vicky se acercó a Alejo, que luchaba con la tabla del nueve. Alejo no se pudo contener y le mordió un poquito la punta de la nariz, porque para ese entonces la nariz de la maestra ya se había convertido en un confite colorado, y todos sabemos que si hay una golosina por la  que a Alejo daría la vida es por esos confites rellenos de chocolate.
-¡Uy, perdón seño, es que tenés una nariz tan “rica”, que digo tan linda!- dijo Alejo con la boca llena y el guardapolvo enchocolatado.
-¡No es nada, Alejito!- dijo la señorita y se tapó disimuladamente la nariz con la mano.
Así pasó toda la tarde, y al final del día escolar la señorita Vicky estaba llena de mordisquitos por las “tentaciones” de sus alumnos.
En la puerta, la señorita Andrea se le acercó mientras  ella  hacía malabarismos para poder doblarse y darle el beso de despedida a sus nenes:
-¿Vicky, me parece a mí o vos te estás transformando en galleta de jengibre?
-¡Disimulemos, Andre, disimulemos!- dijo La señorita Vicky y se tapó la nariz con la mano mientras saludaba al último alumno.
-Es que no podemos disimular, estás toda mordisqueada. ¡Parece que te hubiera atacado una banda de ratones!- dijo la señorita Andrea, bastante nerviosa.
-¡Y…no, ratones no, pero los nenes estuvieron toda la tarde un poco tentados con lo que me pasa!- dijo y continuó- ¡Ellos no tienen la culpa y son chiquitos Andre!
-¿Vos no pensaste que vas a quedar hecha migas, si seguís así?- se enojó Andrea.
-Y bueno…, al final si soy una galleta de navidad estoy para eso, estoy para que me coman con felicidad, relamiéndose y pensando en lo linda que es la navidad, con el arbolito, el pesebre y todos los regalos y dones que trae esta fecha.
-Pero Vicky, ¿vos estás loca? ¡Tenemos que ir al médico, ya!- dijo Andrea en el colmo de la furia.
-¡Ah, no, al médico no!, ¡el médico siempre me dice lo mismo: que las cuerdas vocales, que me cuide del polvo de tiza por la alergia, que cuidado con las cervicales! ¡Yo al médico no voy más! ¡Yo me vuelvo para casa a descansar y listo! Seguro mañana estoy bien.
Y se fue rengueando un poco y caminando como Franquenstein, porque Alvarito le había mordisqueado la punta del pie derecho mientras ella corregía en clase, distraída, la tarea de Lengua.
Esa tardecita, Martina, que había escuchado esta conversación entre las maestras en la puerta, escondida detrás de un árbol de la vereda,  escribió en su muro un mensaje para todos sus compañeros de año:
“Chicos, si nos seguimos comiendo a la señorita Vicky, nos quedamos sin maestra, y no sé ustedes, pero yo, a Pamela como suplente no la quiero. ¿Dónde vamos a conseguir una maestra tan dulce como Vicky? ”.
La respuesta no se hizo esperar. Llovieron ideas de todos los chicos, pero la ganadora fue la de Alvarito: había que mantenerla en el más cerrado secreto, para que ninguna maestra o compañero de otro año se enterara. Por eso fue que Alvarito no la publicó en las redes sociales,  y fue casa por casa entregando a cada uno una carta con “las instrucciones” para recuperar a la señorita Vicky.
Al día siguiente, la señorita Vicky amaneció totalmente convertida en galleta de jengibre. El sueño reparador había hecho milagros: cada mordisco de sus alumnos había desaparecido y, al mirarse al espejo, comprobó que el confite colorado de su nariz estaba intacto. Pensó de inmediato: “¡Suerte para Alejo!”. Y salió de su casa caminando tiesa para la escuela. El único problema fue que no le cerraba el guardapolvos , pero no se preocupó. En la brisa de ese diciembre próximo a la navidad, estaba muy bonita con su cara de galleta y el guardapolvo flotando como una bandera. El aroma del jengibre se mezclaba con el de los tilos y los jazmines y la señorita Vicky, aunque estaba agotada por todo el trabajo del año, pensó que ésta era su época favorita del año. “Y…la Navidad siempre tiene ese perfume a nacimiento, a cosa recién estrenada que le viene a uno tan bien y hace que no nos sintamos solos”, se dijo. Porque la señorita Vicky, hacía mucho, mucho que estaba sola.
La cosa pasó cuando llegó a la escuela. Para su sorpresa sus alumnos se portaron de maravillas: formaron en el patio muy ordenados, saludaron la bandera y entraron como soldaditos al salón. Después, sentados en sus bancos, le asombró a la maestra el silencio que hacían y entonces preguntó:
-¿Pasa algo grave, tesoros?
Alvarito, que tenía la voz cantante se paró al lado del banco y le dijo:
-¿Viste seño que vos te convertiste en galleta de jengibre y nosotros te estuvimos mordisqueando toda? Bueno, creemos que sabemos por qué te pasó eso y creemos que te podemos ayudar a que no te conviertas en miguitas…
-¿Ah, sí? ¿Y cómo lo van a hacer?- dijo atónita la galleta, qué digo, la maestra.
-Vos cerrá los ojos y abrí las orejas grande, grande.
-Los oídos, se dice, Alvarito, los oídos.
-Bueno, vos dale. –dijo Alvarito muy resuelto.
Y la señorita Vicky lo hizo, porque si algo caracteriza a la señorita Vicky es la confianza en sus alumnos.
Así, uno a uno, los chicos le fueron leyendo a la señorita Vicky a la oreja mensajes que le habían escrito. Algunos decían una palabra sola, otros un montón de palabras. Y si algo le quedó claro a la señorita Vicky fueron dos cosas: que no estaba sola en este mundo y que no era necesario ser una galleta de jengibre para que la quisieran. Con ser la señorita Vicky, bastaba y sobraba.

¿Que si siguió siendo para siempre una galleta de jengibre? Y, no. Aunque todos saben de qué miga está hecha esta maestra.
                                                                                                                              Gabi Casalins